La idea de conectar América y Eurasia bajo las aguas del Estrecho de Bering ha resucitado, esta vez impulsada por una inesperada combinación: Vladimir Putin, Donald Trump y Elon Musk. Lo que comenzó como un gesto simbólico ha escalado a un debate global sobre poder, tecnología y diplomacia.

Un proyecto de hielo, acero y geopolítica

El estrecho de Bering separa a Rusia y Estados Unidos por apenas 82 kilómetros en su punto más estrecho, una distancia engañosamente corta. En esas aguas se cruzan dos mundos: la frontera más fría del planeta y una de las líneas más tensas de la historia moderna. La idea de tender un puente o túnel data del siglo XIX y fue retomada durante la Guerra Fría con el llamado Puente de la Paz Mundial Kennedy-Jruschov.

Ahora, Moscú la desempolva en un contexto de aislamiento internacional y con un Trump que busca fórmulas para cerrar la guerra en Ucrania sin transferir misiles de largo alcance. La coincidencia no parece casual. Un megaproyecto así serviría tanto para proyectar la narrativa de reconciliación como para abrir un nuevo capítulo en la cooperación ártica, donde ambos países tienen intereses estratégicos crecientes.

Economía y diplomacia bajo el hielo del Estrecho de Bering

El costo estimado tradicional del túnel supera los 65.000 millones de dólares. Las regiones implicadas carecen de infraestructura básica; las temperaturas extremas y la sismicidad del Cinturón de Fuego del Pacífico añaden un desafío colosal.

Aun así, el Kremlin considera el proyecto una inversión geoestratégica: impulsaría la exploración conjunta de recursos del Ártico, abriría nuevas rutas de transporte y crearía empleos en zonas olvidadas. Para Moscú, sería además un gesto de normalización ante Washington sin pasar por la vía militar.

Para Estados Unidos, en cambio, el dilema es doble. Por un lado, la posibilidad de una obra de ingeniería inédita con participación privada; por otro, el riesgo político de legitimar a Putin en plena guerra.

Elo Musk, el tercer vértice

El papel de Elon Musk añade un matiz inesperado. Su empresa, The Boring Company, jamás ha construido túneles en entornos polares ni bajo el mar. Sin embargo, su tuneladora autónoma Prufrock-4 —capaz de excavar sin presencia humana— representa un salto tecnológico que fascina a ingenieros y diplomáticos por igual.

Pero la relación entre Musk y Trump atraviesa turbulencias. Tras años de proximidad, el intercambio de reproches públicos y posibles investigaciones contra el magnate ensombrecen cualquier cooperación. Aun así, Musk mantiene vínculos con Rusia a través de SpaceX y de su relación comercial con Rusal, el gigante del aluminio. En este tablero, su figura se convierte en el comodín perfecto para un juego donde convergen negocios, política y ambición personal.

¿Puente de paz o ficción geopolítica?

La historia de los megaproyectos entre potencias rivales está llena de promesas rotas. Sin embargo, el “Túnel Putin-Trump” ha logrado lo que pocos imaginaban: poner a Washington y Moscú a hablar de cooperación en medio del hielo. Puede que nunca se construya, pero ha servido para mostrar cómo el poder blando —la ingeniería, la infraestructura, la tecnología— puede ser tan influyente como los misiles.

En tiempos de desconfianza global, el túnel bajo el Estrecho de Bering no es solo una idea. Es una metáfora: un recordatorio de que las fronteras más frías del mundo siguen siendo, también, las más calientes de la política internacional.