La economía digital tiene una cara invisible que empieza a preocupar a los analistas energéticos. Mientras millones de usuarios deslizan pantallas, dan “likes” y publican vídeos, un entramado de centros de datos, redes de transmisión y dispositivos electrónicos sostiene —a costa de una demanda eléctrica creciente— la infraestructura que hace posible ese flujo constante de información. Hoy, las redes sociales consumen entre el 4 % y el 6 % de la electricidad global. Traducido en términos económicos, hablamos de un costo energético superior al de algunos países industrializados.

La economía del dato también paga la factura energética

El auge de plataformas como TikTok, Instagram y YouTube ha multiplicado la demanda de datos en proporciones inéditas. Cada segundo, millones de gigabytes viajan por cables submarinos y servidores que requieren electricidad para operar, almacenar y refrigerar. Según la International Telecommunication Union (ITU), en 2023, solo 164 grandes empresas digitales declararon un consumo de 581 TWh: el 2,1 % de toda la electricidad utilizada en el planeta. Para ponerlo en perspectiva, es más que el consumo anual combinado de Noruega y Finlandia.

El problema no se limita a la operación. Detrás de cada dispositivo que usamos hay una cadena de suministro energética. Extracción de litio, fabricación, transporte y mantenimiento. La factura se amplía con cada nuevo modelo de smartphone o con cada tendencia que empuja a los usuarios a renovar sus equipos.

Un sector que crece más rápido que las políticas

El Parlamento del Reino Unido calcula que el conjunto del ecosistema digital —infraestructuras, centros de datos y terminales de usuario— genera entre el 2 % y el 3 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Esa cifra podría duplicarse antes de 2030 si no se adoptan medidas de eficiencia. En términos macroeconómicos, el sector digital se ha convertido en un consumidor de energía comparable al transporte aéreo, pero sin los mismos controles regulatorios.

Para las economías emergentes, el desafío es doble: aprovechar el impulso del crecimiento digital sin agravar los déficits energéticos. En regiones donde la matriz eléctrica sigue dependiendo de combustibles fósiles, la expansión de la conectividad puede traducirse en mayores costos para los sistemas nacionales.

Sostenibilidad digital, de la conciencia al modelo de negocio

Empresas tecnológicas y gobiernos comienzan a incorporar la “eficiencia de datos” como variable económica. Los centros de datos de nueva generación —alimentados con energía solar o eólica— ya forman parte de estrategias corporativas que buscan reducir gastos operativos y emisiones. No se trata solo de responsabilidad ambiental, sino de rentabilidad: la electricidad representa entre el 20 % y el 40 % del gasto operativo de las grandes plataformas.

Mercè Botella, fundadora de la cooperativa de telecomunicaciones Somos Conexión, lo resume así: “Cada publicación tiene un coste energético real, desde el almacenamiento en servidores hasta la transmisión de datos. No se trata de abandonar las redes, sino de usarlas con conciencia”. Ese cambio de paradigma, afirma, puede trasladarse también al terreno económico. “Menos horas conectadas implican menos consumo eléctrico y, en consecuencia, menor presión sobre la infraestructura energética global”.

El futuro del consumo digital pasa factura energética

La reducción del streaming innecesario, la optimización del almacenamiento en la nube y la extensión de la vida útil de los dispositivos aparecen como estrategias básicas para contener la escalada energética del sector. En paralelo, las compañías que apuesten por un modelo digital más eficiente podrían ganar una ventaja competitiva significativa, ya que, a menores costes, mejor reputación y cumplimiento anticipado de normativas ambientales.

A largo plazo, la economía de Internet deberá ajustarse a un principio simple pero ineludible: la energía no es infinita. Y mientras los usuarios sigan midiendo el valor de lo digital en “likes” o reproducciones, los kilovatios seguirán siendo la moneda silenciosa que mantiene encendida la conversación global.