Durante los últimos años, el mundo ha vivido un fervor casi religioso por la inteligencia artificial. Políticos, empresarios y medios la presentan como el mayor salto tecnológico de la humanidad. Sin embargo, detrás de las luces de los algoritmos y las promesas de productividad infinita, crece el riesgo de una burbuja inflada por dinero, marketing y concentración de poder.
El 70 % de la nube mundial —el corazón físico donde se entrenan y ejecutan los modelos de IA— está en manos de solo tres empresas estadounidenses. Ese dato, por sí solo, revela la verdadera estructura del nuevo orden digital. No se trata tanto de una revolución científica, sino de una reedición del viejo monopolio industrial bajo una capa de código y promesas de progreso.
El verdadero origen de la “inteligencia” artificial
Lo que hoy se llama inteligencia artificial no nació de un laboratorio neutral, sino de la expansión del modelo de negocio de las plataformas de Internet en los años noventa. El aprendizaje profundo —ese sistema que permite a los algoritmos reconocer rostros, traducir idiomas o generar textos— resurgió en la década de 2010 cuando gigantes como Google, Facebook y Amazon ya habían acumulado montañas de datos y capacidad de cómputo.
En realidad, la IA prosperó porque servía para optimizar el flujo de atención en redes sociales, mantenernos más tiempo frente a la pantalla y multiplicar los clics publicitarios. Su éxito no fue un milagro técnico, sino un triunfo del capitalismo de vigilancia.
Detrás del mito de la innovación, se consolidó un ecosistema cerrado donde los “hiperescaladores” dominan la infraestructura, la nube y el acceso a los mercados. Incluso las startups más prometedoras dependen de ellos, porque entrenan sus modelos en servidores de Amazon o Microsoft y distribuyen sus productos bajo sus condiciones.
Una burbuja inflada de promesas y poder
Las valoraciones de las empresas de IA se disparan, pero la rentabilidad es mínima o inexistente. Las inversiones circulan dentro del mismo círculo de gigantes. Nvidia invierte en OpenAI, OpenAI impulsa el valor de Nvidia, y ambas inflan mutuamente sus acciones en un juego de espejos financieros.
La brecha entre el discurso y la realidad técnica se ensancha. La mayor parte de los modelos se sostienen sobre infraestructuras costosas, bases de datos contaminadas y una dependencia creciente de recursos energéticos. Pocos quieren admitir que la IA, más que un motor de progreso, se ha convertido en una burbuja especulativa sostenida por expectativas y deuda.
Riesgos invisibles, amenazas reales de poder
El espejismo de la IA también pone en riesgo la seguridad digital global. Modelos de lenguaje masivo pueden ser manipulados con apenas unos cientos de documentos alterados, introduciendo sesgos o instrucciones maliciosas imposibles de rastrear.
A ello se suma la aparición de los llamados “agentes inteligentes”, programas que gestionan tareas cotidianas como reservar vuelos o acceder a nuestras cuentas bancarias. Para funcionar, necesitan permisos amplios para acceder a correos, historiales de navegación, calendarios e incluso mensajerías cifradas. Ese nivel de intrusión convierte cualquier dispositivo en una puerta abierta a la vigilancia.
Entre el mito y el control estratégico
Estados Unidos no solo domina el mercado tecnológico, sino también las infraestructuras críticas de la red. Esa ventaja otorga al gobierno y a las corporaciones un poder geopolítico sin precedentes. Si Amazon Web Services se cae, un tercio de Internet se apaga.
Europa, atrapada entre la fascinación y la dependencia, posee herramientas como el Reglamento General de Protección de Datos, pero carece de la voluntad política para aplicarlas con firmeza. Mientras tanto, los flujos de datos siguen alimentando el dominio de las plataformas estadounidenses.
En el fondo, la IA actual no es una promesa de emancipación, sino una nueva forma de vasallaje digital. Una estructura que refuerza el poder de quienes controlan los servidores, los datos y las narrativas.
La burbuja puede estallar. O quizá no. Tal vez, cuando lo haga, el Estado vuelva a inflarla. Pero para entonces, la ilusión de una inteligencia artificial al servicio de todos habrá quedado expuesta como lo que siempre fue: un experimento de control con disfraz de progreso.
						
							
			
			
			
			