La cifra es tan simbólica como preocupante: más de 500 millonarios abandonarán España este año, llevándose consigo unos 2.700 millones de euros. No se trata de una anécdota estadística, sino de una señal clara de que la política fiscal española ha dejado de ser competitiva para atraer —y sobre todo retener— grandes patrimonios. La eliminación de la Golden Visa y el endurecimiento de los impuestos a la riqueza han modificado el equilibrio entre justicia fiscal y atractivo inversor. Una explicación más profunda sobre este fenómeno la desarrolla el abogado Giovanni Caporaso en OPM, donde analiza las razones estructurales que empujan a los altos patrimonios a migrar hacia destinos con mayor seguridad jurídica y menor presión tributaria.

La factura del giro fiscal

El punto de inflexión llegó en 2022, con la creación del Impuesto Temporal de Solidaridad de las Grandes Fortunas. Aunque nació como una medida “excepcional”, hoy se consolida como un tributo estable que grava con hasta un 3,5% las fortunas superiores a los diez millones de euros. Su coexistencia con el Impuesto de Patrimonio, que algunas comunidades como Madrid o Andalucía habían bonificado, ha generado un doble impacto fiscal que los expertos califican de disuasorio.

El resultado es que España, tradicionalmente vista como un destino atractivo para inversores internacionales, se coloca en el radar de los países con mayor presión sobre el capital privado dentro de la Unión Europea. Mientras tanto, la competencia fiscal en el Mediterráneo se intensifica: Italia, Portugal y Grecia ofrecen programas más flexibles y gravámenes más bajos para residentes no habituales.

Adiós a la Golden Visa

El Gobierno español decidió suprimir la Golden Visa en abril de este año, argumentando que había contribuido a la tensión del mercado inmobiliario en zonas como Madrid, Barcelona y Málaga. Sin embargo, la medida eliminó una herramienta que había permitido atraer inversión extranjera desde 2013.

Durante una década, más de 22.000 personas obtuvieron residencia por inversión, aportando capital en vivienda, deuda pública o proyectos empresariales. Con su final, España se desvincula de un modelo que sigue activo en otros países europeos.

La paradoja es evidente: mientras el Ejecutivo busca aliviar la presión sobre el acceso a la vivienda, pierde una vía de entrada de inversión productiva. En cambio, Italia mantiene su programa de residencia por inversión y aplica un impuesto fijo anual de 200.000 euros a los nuevos residentes, sin importar su patrimonio global. Grecia y Portugal han optado por ajustes parciales, pero sin cerrar la puerta a quienes aportan capital.

Un entorno poco amable para el capital extranjero

A la eliminación de la visa dorada se suma la mayor vigilancia sobre la Ley Beckham, un régimen que permitía a profesionales extranjeros tributar solo por sus ingresos generados en España. Hacienda ha intensificado sus controles, generando incertidumbre entre quienes habían planificado su traslado bajo esas condiciones. En paralelo, la inflación, la subida del tipo efectivo en el IRPF y la complejidad normativa autonómica han convertido la fiscalidad española en un laberinto difícil de navegar incluso para los asesores más experimentados.

Los datos de la consultora Henley & Partners y la firma New World Wealth son contundentes y muestran que España será, en 2025, el único gran país europeo con salida neta de personas de alto patrimonio. Y cada salida implica menos inversión, menos donaciones y menos innovación.

El coste invisible para España

Detrás de las cifras hay un coste menos visible: la pérdida de capital relacional. Quienes se marchan no solo se llevan su dinero, sino también sus redes de influencia, sus empresas familiares y su capacidad de atraer proyectos internacionales. Mientras el discurso político se centra en “hacer pagar más a los que más tienen”, otros países europeos avanzan hacia un modelo de competencia fiscal inteligente, que grava el lujo sin castigar el emprendimiento.

La conclusión es clara: España no está perdiendo millonarios, sino confianza. Y recuperarla exigirá algo más que retórica progresista: hará falta un nuevo pacto fiscal que combine equidad, estabilidad y previsibilidad, tres virtudes que hoy cotizan tan alto como el propio capital que decide marcharse.