Pocos habrían imaginado, hace apenas dos años, que Pakistán se convertiría en uno de los socios más cortejados por Washington. Durante la administración Biden, Islamabad fue poco más que un fantasma diplomático. No hubo llamadas, ni visitas oficiales y prevaleció un tono de desconfianza permanente. Hoy, con Donald Trump de regreso en la Casa Blanca, el escenario ha dado un vuelco y las tierras raras han sido clave.

La nueva sintonía no se explica por un súbito cambio ideológico, sino por una palabra que está reconfigurando la geopolítica global: minerales críticos. En un mundo dependiente de los imanes de neodimio, las turbinas eólicas y los chips de alta precisión, Pakistán ha descubierto que su riqueza subterránea puede ser su pasaporte al poder.

El poder de las tierras raras

Según datos oficiales, el país alberga más de ocho billones de dólares en recursos minerales sin explotar, con concentraciones significativas de cobre, antimonio, neodimio y praseodimio. Durante décadas, esa riqueza dormía en la provincia de Baluchistán, una región marcada por la pobreza, la insurgencia separatista y la inestabilidad. Hoy, ese territorio se ha transformado en un tablero donde se cruzan intereses militares, corporativos y diplomáticos.

La empresa estadounidense US Strategic Metals, con sede en Missouri, fue la primera en aprovechar el nuevo clima bilateral. En septiembre firmó un acuerdo de 500 millones de dólares para importar minerales enriquecidos desde Pakistán, el primer lote de una colaboración que podría escalar rápidamente.

Las fotos del encuentro en la Casa Blanca fueron elocuentes: el mariscal de campo Asim Munir, jefe del Ejército pakistaní, entregando a Trump una caja de madera con muestras relucientes de tierras raras. Más que un gesto simbólico, fue un recordatorio del nuevo orden mineral que Islamabad pretende liderar.

Del aislamiento a la influencia

Trump, pragmático como siempre, ha respondido con entusiasmo. Pakistán ha logrado reducir aranceles, obtener misiles Raytheon y ganar acceso privilegiado a foros donde antes era un actor incómodo. La promesa de un suministro no controlado por China le otorga un valor estratégico inmenso.

El contraste con la India es evidente. Mientras Nueva Delhi paga altos aranceles por su petróleo ruso y ve frustradas sus aspiraciones tecnológicas, Pakistán capitaliza su flexibilidad diplomática. Su acercamiento a Washington no implica ruptura con Pekín, sino una hábil maniobra para mantener abiertos todos los frentes.

Pasni, el nuevo corredor del poder

El siguiente paso podría alterar el mapa económico del Índico. El mariscal Munir ha propuesto un puerto en Pasni, en la provincia de Baluchistán, que serviría como terminal de acceso a los minerales críticos del país. El plan, presentado a asesores estadounidenses, busca que inversores de EE. UU. construyan y gestionen la infraestructura sin fines militares, apostando por una vía comercial y energética.

Si se concreta, el puerto estaría conectado por ferrocarril con las zonas mineras del oeste del país, permitiendo una salida directa al Mar Arábigo. Washington obtendría una alternativa a las rutas controladas por China y, a la vez, reforzaría su influencia en una región vecina de Irán y Afganistán.

La economía como escudo diplomático

En la nueva estrategia pakistaní, las tierras raras son mucho más que un recurso. Son una herramienta de supervivencia política y económica. Cada tonelada de neodimio representa una oportunidad de inversión, pero también un blindaje frente a la inestabilidad interna.

El Gobierno de Shehbaz Sharif busca atraer capital extranjero en agricultura, tecnología y energía, pero sabe que los minerales son su llave de oro. En un contexto global donde la guerra comercial entre EE. UU. y China redefine alianzas, Islamabad intenta presentarse como un socio imprescindible, capaz de equilibrar Oriente y Occidente.

La diplomacia del subsuelo

Pakistán no está solo extrayendo minerales, está extrayendo influencia. Su apuesta por las tierras raras y su acercamiento a Trump 2.0 revelan la ambiciosa estrategia de convertir su geología en geopolítica.

En un mundo que compite por cada gramo de litio y cada imán de neodimio, Islamabad ha comprendido que el poder del siglo XXI no siempre se mide en megatones ni en votos, sino en el polvo brillante que yace bajo su tierra.