China ha puesto sobre la mesa un hito con nombre inquietante: Darwin Monkey. No es otro supercomputador. Es un sistema neuromórfico que intenta funcionar como un cerebro —el de un macaco— y que, por fin, junta potencia, eficiencia y modalidades sensoriales en un mismo armazón. La Universidad de Zhejiang lo lidera, junto a Zhejiang Lab y la startup DeepSeek.

Un salto en arquitectura neuromórfica

El corazón del supercomputador luce 960 chips Darwin 3. Juntos, generan una topología con más de 2.000 millones de neuronas artificiales y más de 100.000 millones de sinapsis. Las cifras importan porque marcan distancia: el “Darwin Mouse” de 2020 se quedó en 120 millones, y el nuevo sistema casi duplica el Hala Point estadounidense, que operaba con 1,15 mil millones. Todo eso, con un consumo cercano a 2.000 vatios. Un umbral energético que empieza a volver plausible un entrenamiento continuo sin facturas eléctricas delirantes.

¿Qué cambia frente a un supercomputador “clásico”?

La gracia no es solo el volumen de cómputo. Darwin Monkey integra capacidades de pensamiento avanzado con visión, escucha, lenguaje y aprendizaje, y soporta el modelo DeepSeek para tareas de razonamiento lógico, generación de contenido y resolución de problemas matemáticos. El objetivo no es únicamente procesar datos más rápido: es interpretar el entorno con la plasticidad que asociamos a un organismo.

Robótica que percibe, recuerda y decide

La posibilidad de emular preliminarmente otros cerebros —ratón, pez cebra— abre una avenida directa hacia robots que ajusten su conducta según lo que “sienten” y lo que recuerdan. Esto toca tres frentes a la vez: neurociencia experimental (probar hipótesis sobre memoria y percepción), prótesis más intuitivas (interfaces que “leen” intención con menos fricción) y robótica adaptativa (máquinas que generalizan mejor en entornos caóticos).

Un puente hacia la cognición animal

Si replicamos patrones de integración sensorial a escala animal, ganamos una lupa para comparar diferencias entre especies y medir estados cognitivos en contextos reales —incluido el cautiverio— con métricas más finas. De paso, el cruce con IA aplicada a comunicación animal (collares y algoritmos que interpretan señales en domésticos) perfila un futuro de interacción interespecie menos intuitiva y más instrumentada. Todo, con la prudencia debida: confiar ciegamente en interpretaciones automáticas puede ser un atajo a errores peligrosos.

Geopolítica de los chips: independencia y señal de poder

Nada de esto ocurre en el vacío. El anuncio del supercomputador aterriza en plena rivalidad con Estados Unidos. China no solo empuja hardware propio; presume un andamiaje que alinea universidades, laboratorios y grandes compañías, reduciendo dependencias críticas y blindando la cadena tecnológica nacional.

En paralelo, más de 1.500 modelos de IA de gran escala ya han visto la luz en el país, una cifra que consolida su peso en el sector. En lo regulatorio, Pekín aboga por una gobernanza internacional cooperativa y abierta, mientras Washington defiende marcos más livianos. La política, aquí, no es telón de fondo: es la trama.

Ética sin atajos

La computación neuromórfica a escala animal pone preguntas filosas: ¿qué hacemos con máquinas que imitan procesos de percepción y decisión? ¿Cómo auditamos su comportamiento si no son meras redes que maximizan una función, sino sistemas con dinámica parecida a lo biológico? Seguridad, sesgos, responsabilidad legal. No hay respuestas cerradas, pero sí un consenso: el ritmo del laboratorio no puede correr por delante del debate público.

Lo que viene con el supercomputador

Darwin Monkey no es “la” inteligencia biológica, pero sí un paso nítido hacia máquinas que se acercan a ella. Si mantiene su promesa —eficiencia, multimodalidad y plasticidad—, reescribirá cómo diseñamos robots, prótesis y plataformas de investigación. Y, sobre todo, cómo entendemos la frontera entre simulación y conciencia. Esa línea se vuelve borrosa. A partir de aquí, toca mirar con lupa… y con responsabilidad.