La política latinoamericana volvió a encenderse en 2025, pero no solo por sus propias tensiones internas. El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca reconfiguró el tablero hemisférico y reinstaló, con otro lenguaje y otros métodos, un viejo principio de poder: Estados Unidos mira al sur como territorio de disputa estratégica. La diferencia es que ahora el magnate actúa en público, sin pudor diplomático y con un cálculo directo. Si unas elecciones en la región pueden alterar su arquitectura geopolítica, interviene. Y lo hace con un estilo que mezcla advertencias, promesas, afinidades ideológicas y operaciones comunicacionales que rompen con la tradición estadounidense de no inclinar la balanza electoral de forma explícita.

Lo que está en juego es más que el futuro de Honduras, Chile, Argentina o Bolivia. Se está ensayando una nueva forma de influencia que redefine la relación de Washington con el continente. Y, como muestran los casos recientes, esa estrategia —llamémosla “Doctrina Monroe 2.0”— está dando resultados. Pero también está generando un clima de tensión política que podría estallar en los próximos ciclos electorales de 2026.

Honduras, la señal de alarma en las elecciones

En Tegucigalpa, dos mensajes bastaron para torcer la agenda política. Trump pidió abiertamente votar por Nasry Asfura, advirtió sobre el impacto en la relación bilateral si perdía su candidato y prometió incluso indultar al desacreditado expresidente Juan Orlando Hernández. En un país donde la ayuda estadounidense pesa sobre la economía y la seguridad interna, esas palabras no cayeron al vacío.

El resultado fue una contienda extremadamente cerrada entre Asfura y Salvador Nasralla, mientras la candidata oficialista quedó relegada. Analistas locales coinciden en que el mensaje dirigido al voto indeciso movió la aguja. Y aunque el anuncio sobre Hernández disgustó a parte del electorado, el impulso inicial fue suficiente para cambiar la percepción: el Partido Nacional, que hace un mes parecía fuera de carrera, volvió a disputar el poder.

Este episodio marca algo más profundo. Trump está convencido de que su voz —más que USAID, más que la diplomacia tradicional— puede inclinar elecciones sin gastar un dólar. Y el caso hondureño, por ahora, parece darle la razón.

Chile, una intervención medida en las elecciones, pero no inocua

El escenario chileno muestra otra faceta de esta estrategia. No hubo mensajes directos de la Casa Blanca, pero sí una declaración del Departamento de Estado que dejó claro el deseo de recomponer relaciones y abrir “oportunidades mutuas”. En pleno desgaste del gobierno de Gabriel Boric, ese guiño operó como recordatorio de que Washington observa de cerca el proceso.

La candidata oficialista Jeannette Jara avanzó a la segunda vuelta, aunque con menor apoyo del esperado, mientras el ultraconservador José Antonio Kast llega como favorito a la cita del 14 de diciembre. Kast ha sido bautizado como “el Trump chileno” por su estilo confrontativo y su discurso nacional-populista. La Casa Blanca lo sabe, y aunque una intervención explícita podría producir un efecto contrario, su victoria sería cómoda para la nueva arquitectura regional que busca el mandatario estadounidense.

El riesgo, advierten expertos, es que los países castigados públicamente por Trump terminen acercándose más a China como contrapeso estratégico. Un déjà vu de comienzos del siglo XX, cuando la presión estadounidense empujó a gobiernos latinoamericanos hacia la órbita soviética.

Argentina y Bolivia, apoyo económico e ideología compartida

Si en Honduras Trump actuó con mensajes, en Argentina lo hizo con dinero… o, mejor dicho, con la promesa del dinero. La asistencia financiera de US$20.000 millones anunciada por Washington permitió a Javier Milei llegar a las elecciones legislativas en mejores condiciones. El presidente estadounidense fue claro, ya que ese apoyo dependía de que La Libertad Avanza triunfara.

Y Milei ganó. Con amplitud. El mensaje fue contundente: alinearse con Washington tiene beneficios tangibles.

En Bolivia, Trump volvió a intervenir, esta vez declarando aliados a los candidatos conservadores Rodrigo Paz y Jorge Quiroga en plena campaña hacia el balotaje. Paz terminó imponiéndose y cerró dos décadas de hegemonía del Movimiento al Socialismo. La señal de la Casa Blanca pesó en una sociedad agotada por el desgaste del ciclo político del MAS y temerosa del aislamiento internacional.

Aquí se ve con nitidez el patrón. Trump respalda a líderes que combinan conservadurismo económico, retórica de mano dura y confrontación con la izquierda continental. Y las elecciones, al menos en 2025, parecen darle la razón.

El laboratorio regional del trumpismo

Lo que sucede en América Latina no es espontáneo. Responde a un reposicionamiento estratégico. Por un lado, busca contener a China y, por el otro, reconstruir la influencia estadounidense y promover gobiernos ideológicamente afines. Pero la forma es distinta. Trump actúa como un líder de campaña extendida, no como un diplomático tradicional. Amenaza con aranceles, reduce ayuda, premia aliados, castiga disidentes.

Desde Colombia —donde llamó “líder del narcotráfico” a Petro— hasta Brasil —donde sus críticas impulsaron la popularidad de Lula—, sus mensajes buscan moldear el clima político previo a las elecciones de 2026. Colombia y Brasil serán, de hecho, las grandes pruebas del próximo año.

La pregunta es hasta dónde llegará esta estrategia antes de generar una reacción continental. Los gobiernos centroamericanos ya se alinearon con su agenda migratoria. Panamá coopera mientras Trump habla abiertamente de “recuperar” el canal. Y en el Caribe crecen los temores de una escalada militar en el conflicto con Venezuela.

Un 2026 decisivo

La región entrará en un ciclo clave con elecciones en Costa Rica, Perú, Colombia y Brasil. Si las tendencias se mantienen, la ola conservadora podría consolidarse y darle a Trump la hegemonía hemisférica más amplia para un presidente estadounidense en décadas.

Pero la política latinoamericana nunca es lineal. La historia muestra que las intervenciones externas pueden producir efectos bumerán. Por ahora, sin embargo, el mensaje es claro: Estados Unidos volvió al “patio trasero”, esta vez sin intermediarios y con un presidente que convierte cada elección en una batalla geopolítica personal.