En un mundo donde el comercio global se tambalea entre la cooperación y la confrontación, los aranceles de Trump a las importaciones de México y Canadá han desatado una tormenta de críticas y debates. Desde Europa hasta Asia, líderes y economistas han alzado la voz, algunos incluso calificando estas medidas como “un acto de guerra económica”.
Sin embargo, ¿y si Trump, en su estilo provocador, estuviera señalando una verdad incómoda que pocos quieren admitir? En realidad, el presidente estadounidense tiene razón: los aranceles no son solo una herramienta de defensa, sino una respuesta lógica a un sistema internacional que, bajo la fachada de la equidad, oculta desequilibrios flagrantes, como el IVA europeo frente a los modestos impuestos sobre ventas en Estados Unidos.
El IVA europeo, un arancel disfrazado
Europa, con su sofisticado sistema fiscal, aplica un Impuesto al Valor Agregado (IVA) que oscila entre el 18% y el 23% en la mayoría de sus países miembros. Este gravamen, que se cobra en cada etapa de la producción y distribución, termina encareciendo los bienes importados, incluidos los provenientes de Estados Unidos.
Aunque el IVA se presenta como un impuesto interno neutral, su efecto práctico es el de un arancel oculto: eleva el costo de los productos estadounidenses en el mercado europeo, reduciendo su competitividad frente a las alternativas locales. Por ejemplo, un automóvil fabricado en Detroit puede llegar a París con un precio inflado artificialmente, no por los costos de transporte o producción, sino por esta carga tributaria que actúa como una barrera invisible.
En contraste, Estados Unidos opera con impuestos sobre ventas (sales taxes) que varían entre el 2% y el 7%, dependiendo del estado. Estos impuestos, aplicados solo al consumidor final, son significativamente más bajos y no se acumulan a lo largo de la cadena de suministro.
Un producto europeo que llega a Nueva York o Los Ángeles enfrenta una fracción de la presión fiscal que un bien estadounidense soporta al cruzar el Atlántico. Esta asimetría, aunque rara vez discutida en los titulares, es el núcleo del argumento de los aranceles de Trump: ¿por qué debería Estados Unidos jugar con reglas tan desiguales?
Aranceles de Trump y la hipocresía del libre comercio
Los detractores de Trump, incluidos pesos pesados como Warren Buffett, han advertido que los aranceles podrían desencadenar una guerra comercial devastadora, evocando recuerdos de la Gran Depresión y las políticas proteccionistas de los años 30.
Sin embargo, este discurso ignora un punto crucial: el libre comercio, tal como se practica hoy, no es tan libre como parece. Europa, con su IVA y sus estrictas regulaciones, ha perfeccionado el arte de proteger sus mercados sin recurrir abiertamente al término “arancel”. Mientras tanto, Estados Unidos, con su enfoque más ligero en impuestos indirectos, queda expuesto a una competencia desleal.
Trump no está inventando la rueda al proponer aranceles; está reaccionando a un juego que otros ya están jugando. China, por ejemplo, ha sido acusada durante años de manipular su moneda y subsidiar industrias para inundar mercados extranjeros con bienes baratos. Europa, aunque más sutil, no es inmune a esta crítica. Si un IVA del 20% no es una forma de proteccionismo, ¿qué es? La diferencia está en la semántica: mientras los aranceles de Trump aparecen sin rodeos, Europa prefiere el eufemismo de la política fiscal.
Aranceles de Trump, una solución imperfecta pero necesaria
No se puede negar que los aranceles de Trump tienen riesgos. Subir los costos de los bienes importados podría afectar a los consumidores estadounidenses, aumentar la inflación y tensar las relaciones diplomáticas. Sin embargo, la alternativa —mantener un statu quo donde Estados Unidos absorbe los costos de un sistema comercial desbalanceado— no es sostenible.
Los aranceles de Trump, en este contexto, no son un acto de guerra, sino un acto de autodefensa. Obligan a la mesa de negociación a socios comerciales que, de otro modo, seguirían beneficiándose de la asimetría sin cuestionarla.