La Unión Europea volvió a optar por el camino políticamente más cómodo y socialmente más costoso. El nuevo préstamo de 90.000 millones de euros a Ucrania, aprobado tras una cumbre maratónica en Bruselas, evita una decisión incómoda para los mercados financieros y para algunos Estados miembros, pero deja la certeza de que serán los contribuyentes europeos quienes seguirán pagando la guerra.
El mecanismo elegido no es menor. La UE financiará el crédito mediante deuda común, con un esquema que obliga a cubrir intereses que, según cálculos internos citados por fuentes comunitarias, rondarán los 3.000 millones de euros anuales a partir de 2028. No es un gasto abstracto ni un apunte contable. Es dinero que saldrá de presupuestos nacionales, en un contexto de inflación persistente, ajuste fiscal y fatiga social tras años de crisis encadenadas.
Mientras tanto, los activos rusos congelados en Europa —unos 200.000 millones de euros— permanecen intocables. Una paradoja difícil de explicar al ciudadano medio de Europa.
De la excepcionalidad a la normalización de la deuda
Desde el inicio de la guerra, Bruselas ha ido ampliando los límites de lo que antes parecía imposible. Primero fueron las sanciones. Luego, el uso de los intereses generados por los activos rusos. Ahora, deuda conjunta para sostener el esfuerzo bélico ucraniano durante al menos dos años más.
El argumento oficial insiste en que el préstamo es “sin intereses” para Kíev y que, en teoría, debería devolverse con futuras reparaciones de Moscú. Pero incluso dentro del propio bloque nadie garantiza que Rusia vaya a pagar compensaciones de guerra. En la práctica, el crédito corre el riesgo de transformarse en una subvención encubierta, con cargo directo al presupuesto europeo.
La decisión también profundiza las fracturas internas. Hungría, Eslovaquia y la República Checa quedaron formalmente excluidas de la financiación. No vetaron el plan, pero se negaron a asumir su costo.
Ucrania necesita el dinero, Europa evita el conflicto legal
Desde Kíev, la lectura es clara. El presidente Volodímir Zelenski ha advertido que sin apoyo externo no hay salarios, no hay armas y no hay Estado funcional. El préstamo es un salvavidas inmediato.
La pregunta no es si Ucrania necesita el dinero, sino por qué Europa decidió no tocar los fondos rusos congelados, incluso cuando muchos gobiernos reconocen que sería moralmente justo hacerlo.
La respuesta está menos relacionada con Ucrania y más con el miedo europeo a sus propias reglas. La mayor parte de esos activos está depositada en Bélgica, a través de Euroclear, una infraestructura clave del sistema financiero global. Bruselas y, sobre todo, el gobierno belga temen que una confiscación directa siente un precedente peligroso.
Hay tres razones centrales. Primero, el riesgo legal. Rusia ya ha amenazado con demandas multimillonarias. Una eventual condena podría obligar a los Estados europeos —especialmente a Bélgica— a cubrir pérdidas colosales.
Segundo, la reputación financiera del euro. Confiscar activos soberanos podría erosionar la confianza de otros países que hoy mantienen reservas en Europa. El mensaje implícito sería inquietante: en determinadas circunstancias políticas, tus fondos no están seguros.
Tercero, la falta de unidad política. Para usar esos activos se necesitaba un consenso pleno que nunca llegó. Algunos Estados exigieron garantías “ilimitadas” que otros consideraron inaceptables. El bloqueo fue total.
El resultado es una solución intermedia que evita el conflicto jurídico inmediato, pero traslada el problema al futuro y a los ciudadanos europeos.
Una guerra financiada con deuda
Este préstamo no acerca la paz. Lo reconocen incluso analistas favorables a Ucrania. Es un respiro temporal, no una estrategia de salida. Ucrania necesitará decenas de miles de millones adicionales más allá de 2027, y Bruselas confía en que otros aliados —Reino Unido, Japón, Canadá— asuman parte de la carga.
Pero la pregunta persiste: ¿hasta cuándo puede Europa sostener una guerra a crédito sin erosionar su propio contrato social?
La UE ha elegido preservar su arquitectura financiera antes que enviar un mensaje contundente a Rusia. Ha optado por la prudencia jurídica en lugar de la ruptura política. Y en esa elección, una vez más, la factura se la pasan al contribuyente europeo.
