En Bruselas ya no solo se habla de seguridad. Se habla de contratos, de entregas, de cifras con más ceros que discursos. En la última reunión de ministros de Defensa de la OTAN, la presión estadounidense se tradujo en una fórmula concreta: los aliados deben comprar armas de fabricación norteamericana para reforzar a Ucrania. El plan tiene un nombre técnico —PURL— pero su esencia es comercial. Washington no solo consolida su papel de garante militar, sino también de proveedor preferente.

Cada misil, tanque o sistema antiaéreo vendido bajo ese esquema es doble ganancia, por el apoyo a Kiev y un gran negocio para los gigantes de la defensa. La estrategia es convertir la solidaridad militar en un flujo sostenido de ingresos para la industria armamentista estadounidense.

El negocio del miedo

El conflicto en Ucrania ha reactivado un ciclo económico que muchos creían del pasado. Según analistas europeos, los pedidos a fabricantes como Lockheed Martin, Raytheon o Northrop Grumman se dispararon en un 40 % desde 2022. En paralelo, Europa reabre líneas de producción dormidas, pero sigue dependiendo de tecnología y licencias estadounidenses.

El miedo es rentable. Las tensiones en el flanco este, la amenaza de Moscú y el discurso de “autodefensa colectiva” funcionan como catalizador político y comercial. Cada punto adicional en el gasto militar —la OTAN ya discute elevarlo del 2 % al 5 % del PIB para 2035— representa miles de millones de euros que se transforman en contratos, lobbies y alianzas empresariales.

Europa, ¿mercado cautivo de armas o socio estratégico?

Los países del norte y del este de Europa —Polonia, Finlandia, Países Bálticos, Alemania— aceptaron rápido la lógica de PURL. Su frontera con Rusia los convierte en compradores ansiosos. En cambio, Francia e Italia miran con recelo: no quieren que la defensa europea se convierta en una sucursal del Pentágono.

Detrás de ese debate técnico se esconde una batalla económica: ¿quién se queda con la tajada del nuevo auge armamentista? Si Europa pierde capacidad industrial propia, la dependencia de EE. UU. será estructural, no coyuntural.

Washington y el nuevo “Plan Marshall” militar

Estados Unidos ha logrado transformar la ayuda militar en una política industrial doméstica. Los fondos que destinan los aliados terminan reinyectados en su propio ecosistema de empresas, empleos y patentes. Es un “Plan Marshall” inverso. Esta vez no reconstruye Europa, la equipa.

Los funcionarios estadounidenses presentan el modelo como una manera eficiente de reforzar el bloque atlántico sin sobrecargar su propio presupuesto. Pero en la práctica, el flujo de compras hacia fabricantes norteamericanos consolida un monopolio tecnológico que limita la autonomía europea y convierte a la OTAN en el mejor cliente del complejo militar-industrial de Washington.

Una ecuación con riesgo político

El argumento de la seguridad es poderoso, pero también frágil. En muchas capitales europeas crece el escepticismo. ¿Hasta qué punto más gasto equivale a más protección? Los ciudadanos, enfrentados a inflación y recortes sociales, ven con inquietud cómo los presupuestos de defensa absorben cada año más recursos.

La guerra, dicen algunos economistas, se ha convertido en un estímulo económico disfrazado. Y si el conflicto se prolonga, el nuevo ciclo dorado de la industria armamentista podría transformarse en una dependencia estructural de la crisis.

El siglo XXI, con las armas como su nuevo petróleo

Si el siglo XX giró en torno al control del petróleo, el XXI parece moverse al ritmo de las armas inteligentes. Cada misil exportado, cada dron ensamblado, cada sistema de defensa firmado en Bruselas o Washington reconfigura la economía global.

En el tablero de la OTAN, la guerra ya no solo se libra: se vende, se fabrica y se factura. Y en esa contabilidad, la paz se ha convertido en el bien más escaso.