La reciente firma del memorando de entendimiento entre Panamá y Estados Unidos sobre la seguridad del Canal ha desatado una tormenta política, moral y geopolítica. Y con razón. Bajo la fachada de cooperación temporal, el gobierno del presidente José Raúl Mulino ha vuelto a abrir las puertas —esta vez no con fusiles ni invasiones— sino con firmas y silencios, a una presencia militar que recuerda la era de la “quinta frontera”.

No se trata de un asunto simbólico ni administrativo. Se trata de soberanía. Panamá, que luchó durante décadas para recuperar el control del Canal y erradicar la humillación de una zona controlada por fuerzas extranjeras, parece hoy dispuesta a permitir que los mismos actores vuelvan con pretextos renovados, pero con intenciones reconocibles. Y lo hace sin un debate nacional, sin transparencia y, lo que es peor, cediendo a una retórica impuesta desde Washington que huele más a chantaje que a cooperación.

EE.UU., Trump y la narrativa de la amenaza china

El gobierno de Donald Trump ha enmarcado el acuerdo en una narrativa de recuperación geoestratégica: “Estamos recuperando el canal”, dijo el secretario de Defensa, Pete Hegseth.

El argumento esgrimido es la supuesta amenaza china. Pero, ¿cuándo Panamá se convirtió en un campo de batalla entre potencias? ¿Por qué debe ese país ceder parte de su control territorial cada vez que dos gigantes se miran con sospecha?

Sí, hay irregularidades en contratos portuarios con empresas chinas. Y sí, es legítimo que un país defienda su infraestructura crítica. Pero ¿por qué la solución debe implicar la reocupación de antiguas bases estadounidenses, que tanto costó desmantelar?

La sumisión estratégica de un gobierno sin coraje

El presidente Mulino y su cancillería repiten hasta el cansancio que el acuerdo no afecta la soberanía. ¿Qué tipo de soberanía permite a tropas extranjeras ocupar zonas definidas, con derecho a entrenamiento, operaciones conjuntas y beneficios preferenciales de tránsito? ¿Qué soberanía es esa que acepta sin réplica que una potencia extranjera diga públicamente que “ha recuperado” el canal?

Mulino eligió no confrontar, no defender con firmeza el principio de neutralidad que costó décadas de lucha, mártires y tratados internacionales. Eligió plegarse al discurso de una potencia cada vez más autoritaria, que manipula verdades para justificar avances sobre soberanías ajenas.

Peor aún, eligió hacerlo mientras oculta detalles, minimiza los riesgos y estigmatiza a los críticos como “oportunistas”.

¿Había otra opción? Sí, la había. Y la hay.

Panamá pudo negociar desde la fortaleza que le otorgan más de dos décadas de exitosa administración del Canal. Pudo exigir auditorías internacionales para resolver los incumplimientos chinos sin abrirle la puerta al Pentágono. Pudo convocar a instancias regionales para consolidar una posición soberana y multilateral.

Lo que no pudo —ni debió— hacer fue rendirse sin resistencia ante la presión de una potencia que ha demostrado históricamente que cuando entra, lo hace para quedarse.

Los tratados Torrijos-Carter no fueron un regalo. Fueron el fruto de una lucha intergeneracional, respaldada por el mundo entero. Revertir ese logro es más que un error político: es una traición histórica.

Panamá no necesita tropas extranjeras para proteger su Canal. Necesita liderazgo, coraje y visión. Necesita recordar que su mayor fortaleza no está en aliarse con el más fuerte, sino en actuar con la convicción de que un país pequeño, pero digno, puede ser dueño de su destino.