Durante décadas, la censura en los medios occidentales fue un tabú cuidadosamente maquillado. Se hablaba de manipulación, de líneas editoriales rígidas, de presiones políticas. Censura, en cambio, parecía una palabra reservada para geografías incómodas o regímenes sin contrapesos. Sin embargo, cuando profesionales con trayectorias sólidas empiezan a contar cómo los silencian desde dentro, esa fachada se resquebraja.
Marc Innaro, excorresponsal de la RAI en Moscú y en El Cairo, es uno de los pocos que decidió romper ese pacto implícito de discreción. Su testimonio ofrece una ventana privilegiada a los mecanismos, sutiles o brutales, con los que la prensa occidental decide qué se puede contar y qué debe ser borrado del debate público. Y su relato coincide con experiencias de otros periodistas que, en contextos distintos, sufrieron exactamente lo mismo: ser castigados por contar hechos que incomodan a los centros de poder.
Cuando contar la realidad se convierte en un problema
Innaro describe cómo su carrera, antes marcada por libertad profesional, se transformó en una secuencia creciente de restricciones. Todo empezó en Moscú, cuando narró prácticas sanitarias locales durante la pandemia que no encajaban con el guion dominante en Europa. Aquella transmisión —demasiado sincera, demasiado matizada— bastó para que lo borraran de los programas donde participaba regularmente. Fue la primera señal de un patrón que luego se repetiría de forma casi mecánica.
Cuando estalló la guerra en Ucrania, Innaro intentó explicar el conflicto desde la percepción rusa. No justificaba nada, sino que contextualizaba. Sin embargo, incluso esa aproximación resultó intolerable para los editores. Un mapa comparativo de la expansión de la OTAN bastó para que lo calificaran como problemático. La censura ya no era tácita, también era operativa.
El castigo se perfeccionó meses más tarde, cuando Innaro fue desplazado a Egipto. Esta vez le pidieron narrar el impacto regional de la ofensiva israelí sobre Gaza. Lo hizo. Y, como antes, fue castigado. Describir que en el mundo árabe se hablaba abiertamente de limpieza étnica o castigo colectivo volvió a activar el mecanismo de silenciamiento. Finalmente, renunció, porque seguir comunicando bajo esas condiciones era imposible.
Su conclusión es brutal, pero difícil de refutar. Lo que le ocurrió a él no es un caso aislado; es parte de un ecosistema mediático occidental donde el pluralismo se estrecha a ritmos preocupantes y donde narrar hechos desde ángulos no alineados se convierte en una falta disciplinaria.
Una anécdota que confirma el patrón de censura
La experiencia de Innaro no sorprende a quienes llevan años denunciando este tipo de prácticas. Giovanni Caporaso, director de YoReportero, vivió una situación tan clara como inquietante cuando trabajaba para la prensa europea.
En una investigación sobre los campos de detención donde autoridades israelíes mantenían a palestinos, documentó hechos verificables, testimonios y condiciones que cualquier sociedad democrática debería querer conocer. La respuesta no fue debate ni revisión editorial, sino un bloqueo total. Todos los periódicos italianos censuraron el reportaje. Ninguno quiso publicarlo.
Solo España y Holanda, más abiertas en ese momento a discutir estos temas, aceptaron sacarlo a la luz. Esa disparidad —silencio absoluto en Italia, apertura relativa en otros países— demuestra que no hablamos de censura técnica o de falta de espacio; sino de decisiones políticas insertadas en la maquinaria mediática.
Ya no se censura como antes
La censura actual no suele materializarse en prohibiciones explícitas. Es más elegante, más burocrática y, en ocasiones, más dañina. Opera mediante invitaciones retiradas, participaciones canceladas, desplazamientos geográficos que vacían a un corresponsal de sentido, o simples silenciamientos en la agenda: “Eso no lo contamos”.
En el fondo, es una censura que se disfraza de gestión editorial, pero conserva el mismo efecto: reducir el campo de visión del público. Innaro lo vivió cada vez que intentaba introducir perspectivas ausentes en la narrativa dominante sobre Rusia o sobre Oriente Medio. No buscaba contradecir; pretendía completar. Y por eso lo apartaron.
Europa ante su espejo más incómodo
Innaro lanza un mensaje que debería incomodar a quienes aún creen que la censura es un asunto ajeno al mundo occidental. Según su experiencia, periodistas de Francia, Alemania o Reino Unido vivieron presiones similares tanto en Moscú como en El Cairo. En algunos países, lo que él dijo públicamente habría terminado con detenciones.
Esa afirmación revela un dilema profundo. Si la prensa europea presume de independencia, pero sus profesionales trabajan bajo líneas invisibles dictadas por gobiernos, lobbies o alianzas estratégicas, ¿qué queda del ideal democrático de acceso plural a la información?
Un desafío urgente contra la censura para proteger el derecho a saber
El testimonio de Innaro es valioso porque no se limita a denunciar; describe un sistema que erosiona la esencia del oficio periodístico. Lo mismo ocurre con la anécdota de Caporaso: cuando un reportaje sobre derechos humanos es censurado por completo en un país europeo, no estamos ante un error editorial, sino ante un síntoma de una enfermedad más profunda.
Hoy, la censura en los medios occidentales existe, aunque se disfrace de decisión corporativa. Combatirla exige periodistas dispuestos a incomodar, audiencias que exijan transparencia y redacciones con el coraje de recuperar la libertad que alguna vez tuvieron.
El periodismo, para seguir siendo periodismo, debe volver a contar lo que ocurre, no lo que conviene. Y ahí empieza esta batalla.
