Durante dos décadas, millones de profesionales han aceptado como un acto reflejo la obligación de existir dentro de una plataforma. Estar ahí “por si acaso”. Estar para no quedar fuera. La economía digital convirtió esa presencia en un requisito tácito, una especie de ciudadanía condicionada por reglas opacas.
Del networking al panóptico económico
En teoría, los grandes espacios digitales que articulan el mundo del trabajo existen para conectar talento y oportunidades. En la práctica se han convertido en máquinas de recolección masiva de datos. Extraen información de millones de búsquedas laborales sin ofrecer garantías reales de empleabilidad; monopolizan la identidad profesional sin asumir responsabilidad alguna sobre los efectos de su control algorítmico.
La economía digital se sostiene sobre un nuevo tipo de disciplina laboral. A través de análisis predictivos, patrones de comportamiento y clasificación continua, las plataformas moldean las expectativas salariales, modulando el acceso a oportunidades a partir de criterios invisibles. No necesitan amenazar: basta con sugerir que la visibilidad es una recompensa y que el silencio del algoritmo equivale a un castigo.
Financialización, el motor oculto
Las plataformas han dejado de ser empresas de servicios para transformarse en artefactos de la financialización contemporánea. Su objetivo ya no es generar valor productivo, sino capturar rentas a través de la explotación sistemática del comportamiento humano. Los usuarios no son clientes, sino materia prima; su tiempo es convertido en un flujo de monetización continuo, su presencia en un activo negociable para mercados que operan cada vez más desconectados de la economía real.
Esta lógica recuerda lo que Veblen denunciaba como absentee ownership: la propiedad ausente que extrae riqueza sin intervenir en el proceso productivo. En la economía digital contemporánea esa figura encuentra su expresión más radical.
Trabajo gratuito, el nuevo tributo
Diez horas a la semana desplazándose entre contenidos irrelevantes. Casi un mes completo al año dedicado a sostener un ecosistema que devuelve menos de lo que toma. El cálculo —sencillo pero implacable— revela uno de los grandes secretos del capitalismo de plataformas: la extracción de tiempo es la extracción de valor.
No se trata solo de publicidad segmentada o perfiles predictivos; se trata de convertir la atención humana en combustible financiero. Byung-Chul Han lo describió como autoexplotación, pero existe la propuesta de una economía del kairos, del tiempo recuperado frente al chronos expropiado por las plataformas.
Cuando el algoritmo acusa
Otro elemento inquietante es la acusación injustificada de automatización. En un ecosistema saturado por contenido generado por IA —entre el 50 y el 60% en algunas plataformas—, los sistemas de verificación se ensañan con usuarios reales, convertidos en “anomalías” por no encajar en los patrones que maximizan la monetización. La sospecha ya no es un mecanismo de seguridad, sino un instrumento político: clasificar como “bot” equivale a declarar prescindible al trabajador humano, recordarle que su lugar en la economía digital no está garantizado.
Tres vías de resistencia en la economía digital
Tácticas, desinterés y salida
Existen, al menos, tres respuestas posibles frente al deterioro estructural de las plataformas: utilizar sus grietas para subvertirlas, ignorar sus lógicas para preservar la autonomía humana o abandonar definitivamente el sistema cuando este ya no permite el diálogo.
La exit strategy, en términos de Hirschman, aparece aquí como un acto político más que como un gesto personal: retirarse no es huir, sino desactivar un mecanismo de extracción que depende de la obediencia continua de sus usuarios .
La economía de la vigilancia total
El análisis desemboca en un diagnóstico contundente: vivimos la fase madura del capitalismo de vigilancia. La promesa original de Internet como espacio descentralizado ha sido absorbida por un modelo que exige circulación incesante, exposición constante y sumisión a reglas no escritas.
Incluso las plataformas alternativas —las que hoy parecen más libres— están destinadas a deteriorarse bajo la presión de los inversores. Cory Doctorow lo llama enshittification: una ley económica informal que describe cómo todas las plataformas, tarde o temprano, sacrifican a los usuarios para maximizar el valor para los accionistas.
Elegir la fuga
La economía digital vive un momento de bifurcación. Una respuesta radical es la de crear espacios propios, independientes, lentos, deliberadamente ajenos a la lógica de extracción. La libertad, en este contexto, no es una abstracción filosófica sino una práctica económica: decidir dónde poner el tiempo y el pensamiento cuando la economía algorítmica pretende apropiarse de ambos.
Quizás la verdadera revolución digital comience con un gesto humilde: cerrar la puerta y marcharse.
