La tensión entre Estados Unidos y Venezuela ha escalado hasta un punto que Caracas no vivía desde los años más duros de la Guerra Fría. El despliegue naval ordenado por Washington —con el portaaviones USS Gerald Ford y miles de tropas maniobrando en el Caribe— ha transformado la crisis política en un pulso geopolítico sin precedentes. Mientras la Casa Blanca acusa al gobierno de Nicolás Maduro de liderar una organización criminal convertida en “grupo terrorista”, el chavismo insiste en que todo forma parte de una estrategia para derrocarlo por la fuerza. Lo que se discute ya no es solo narrativa diplomática, sino la posibilidad real de un choque militar en un país cuya economía difícilmente podría sostener un conflicto de mediano plazo.
Un país exhausto que encara su peor escenario
La tesis central que atraviesa los análisis económicos es demoledora. Venezuela, tras más de una década de crisis, no posee la capacidad material para financiar una guerra con la primera potencia militar del planeta. Desde 2013, el país se ha hundido en hiperinflación, devaluaciones sucesivas y un colapso del PIB cercano al 80%. A ello se suma un default declarado en 2017 y una deuda externa que ronda los 164.000 millones de dólares.
Economistas advierten que esta ecuación convierte cualquier choque armado en un “evento catastrófico” para una economía tremendamente vulnerable. La sola presión externa —señalan— suele desatar una cadena de volatilidad que paraliza al Estado, mucho más en un escenario donde la logística militar exige miles de millones que Caracas simplemente no tiene.
Maduro promete millones de combatientes, pero la caja está vacía
El gobierno asegura que posee un vasto número de tropas, un sistema antiaéreo robusto y una milicia de más de ocho millones de miembros. La épica oficial sostiene que Venezuela encarnaría la batalla “de David contra Goliat”, apoyada en años de compras de armamento ruso y entrenamiento de sus fuerzas.
Sin embargo, buena parte de ese equipamiento podría estar deteriorado, y los especialistas dudan tanto del estado real de los sistemas antiaéreos como del adiestramiento de los operarios. Las cifras de personal militar —entre 109.000 y 123.000 soldados activos, según estimaciones independientes— palidecen ante el poderío estadounidense. La distancia económica es aún más abrumadora: Estados Unidos invierte 895.000 millones de dólares al año en defensa, una cifra diez veces superior al PIB venezolano.
El petróleo ya no salva a nadie
Si en otro tiempo Caracas habría buscado refugio financiero en su renta petrolera, hoy esa posibilidad está casi cerrada. La producción apenas roza los 1,1 millones de barriles diarios, muy lejos de los 3,2 millones que Venezuela produjo en 1999.
El país tampoco recibe divisas por exportaciones tradicionales y depende crecientemente de pagos en criptoactivos. Esta fragilidad limita la capacidad de adquirir armas, repuestos o municiones en un mercado internacional donde Venezuela está prácticamente vetada.
Ni siquiera sus aliados históricos serían una garantía. Rusia, China, Irán o Turquía enfrentan sus propios desafíos económicos o estratégicos, y además Venezuela les debe miles de millones.
La sombra de los ataques en el Caribe
El deterioro del conflicto creció tras los ataques estadounidenses contra embarcaciones vinculadas al narcotráfico. Caracas reconoció por primera vez que hubo ciudadanos venezolanos entre los muertos, calificando las operaciones como “homicidio” y acusando a Washington de actuar fuera de la legalidad internacional.
La Asamblea Nacional anunció la creación de una comisión investigadora, mientras el gobierno insiste en que los ataques buscan justificar una ofensiva mayor cuyo objetivo final sería la salida forzada de Maduro del poder. En Washington, la designación del llamado “Cartel de los Soles” como organización terrorista abrió un abanico de herramientas legales que permite intensificar la presión militar y financiera.
Una guerra que desangraría a Venezuela
Los economistas coinciden en un punto: un conflicto convencional, con operaciones terrestres, sería insostenible para Venezuela. La movilización de tropas, el suministro de combustible, la compra de piezas, la reorganización logística y la respuesta sanitaria implicarían montos multimillonarios para un Estado cuyo gasto público ya está forzado al límite solo para sostener actos de movilización política. Maduro habla de “guerra de guerrillas”, pero esa estrategia crea no pocas dudas a largo plazo.
La economía, que este año se mueve en una especie de “llanura” estancada pese al optimismo oficial, colapsaría ante un choque externo prolongado. Ni los repuntes de crecimiento proyectados por algunos organismos ni el discurso de “finanzas imperturbables” pueden ocultar que el país enfrenta todavía inflaciones extremas y un poder adquisitivo destruido.
La salida que nadie quiere admitir
Pese a la retórica militarista, incluso voces académicas vinculadas al chavismo reconocen que el país necesita una transición política pactada y un crecimiento económico “explosivo”, algo incompatible con un escenario bélico.
La mayoría de los analistas coincide en que Venezuela no necesita una guerra, sino un acuerdo que reduzca tensiones, abra canales de financiamiento y evite empujar al país hacia otro ciclo de colapso. Frente al ruido de los ejercicios militares y los sobrevuelos de cazas, surge una certeza incómoda: la guerra sería el final, no la salvación, de la economía venezolana. Y quizás, aunque nadie lo admita en público, también sería el principio de un conflicto sin vencedores.
