Ucrania ha decidido dar un paso alarmante hacia atrás en la protección del derecho humanitario. En plena guerra de trincheras contra Rusia, el presidente Volodímir Zelenski firmó un decreto que inicia la retirada del país del Tratado de Ottawa, acuerdo internacional que prohíbe el uso, producción y almacenamiento de minas antipersona. Esta decisión, aún pendiente de ratificación parlamentaria —aunque el trámite parece puramente formal, dada la mayoría absoluta del partido oficialista—, marca un retroceso histórico y un precedente peligroso.

La lógica detrás de esta medida se apoya en la asimetría bélica. Frente a un enemigo que nunca suscribió el tratado y que ha minado vastas extensiones del frente, Ucrania se justifica diciendo que no tiene alternativa. Pero esta lógica abre la puerta a un escenario aterrador: si todos los países optan por lo mismo en situaciones de amenaza, el derecho internacional se convierte, todavía más, en papel mojado.

Minas antipersona, una herencia mortal que sigue matando

Desde 1999 hasta 2020, más de 143.000 personas murieron o resultaron heridas por minas terrestres, según Naciones Unidas. El 80% de las víctimas son civiles, muchos de ellos niños. Hoy, una persona muere o queda mutilada cada hora por una de estas armas. Mientras crear una cuesta apenas un dólar, eliminarla del terreno puede llegar a mil. No se trata solo de un arma de guerra: es una trampa que persiste durante décadas, sembrando terror incluso después de finalizado el conflicto.

A pesar de los avances, con más de 55 millones de minas destruidas globalmente desde la adopción del tratado, la decisión de Ucrania pone en jaque estos logros. Su territorio —ahora el más minado del mundo— tardará al menos 30 años en desactivarse por completo. Un tercio del país es potencialmente peligroso para la vida cotidiana.

El efecto dominó en Europa del Este

La medida de Kiev no ocurre en el vacío. Varios países fronterizos con Rusia —Polonia, Finlandia, Lituania, Letonia y Estonia— han iniciado o expresado su intención de retirarse del Tratado de Ottawa. Alegan un deterioro acelerado de la seguridad regional y la necesidad de reforzar sus capacidades defensivas. El discurso de disuasión se impone a la ética humanitaria.

Pero este contagio no solo erosiona un tratado específico, sino que mina la arquitectura internacional de seguridad construida tras la Guerra Fría. La Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Terrestres lo ha advertido con claridad: lo que fue una victoria civilizatoria global corre ahora el riesgo de desintegrarse.

La lógica medieval del nuevo campo de batalla con minas antipersona

El uso masivo de drones y minas convierte la guerra actual en Ucrania en un escenario aterrador, más cercano al infierno medieval que a un conflicto del siglo XXI. Los ejércitos avanzan dejando zonas devastadas, bombardeadas, imposibles de reconstruir. Ya no hay límites: ni en las tácticas ni en los instrumentos de destrucción.

Los analistas coinciden: sin minas, los ataques de infantería rusa serían imparables. Pero también lo son las consecuencias. Mientras Kiev justifica su decisión como un mal necesario, lo cierto es que, al hacerlo, se equipara a su agresor. Renuncia al principio moral que hasta ahora la diferenciaba, y en ese camino pierde algo más que vidas: pierde legitimidad.

¿Y ahora qué con las minas antipersona?

El riesgo es claro: abrir la puerta a una nueva era de guerras sin reglas, donde todo vale. Hoy son Ucrania y los países bálticos; mañana podrían ser otros. Las armas prohibidas regresan bajo la justificación de la necesidad, y los tratados pierden su fuerza frente al pragmatismo geopolítico.

Lo que está en juego no es solo la seguridad de los combatientes, sino el futuro de los civiles, de los niños que jugarán en campos minados, de los agricultores que perderán las piernas en sus tierras. En nombre de la defensa, Ucrania legitima la barbarie.

Y eso, precisamente, es lo que los tratados como el de Ottawa pretendían evitar.