El término «wokismo» deriva de la expresión inglesa «stay woke» (mantenerse despierto), que surgió en la comunidad afroamericana de Estados Unidos durante el siglo XX. Originalmente, aludía a estar alerta ante las injusticias raciales, como la discriminación sistemática o la violencia policial. Sin embargo, con el tiempo, su significado se expandió para abarcar una amplia gama de luchas sociales: desde la equidad de género hasta los derechos de la comunidad LGBTQ+, el ambientalismo y la crítica al capitalismo.
Hoy, la palabra ya no es solo un llamado a la conciencia, sino un símbolo de división entre quienes lo ven como una herramienta de progreso y quienes lo acusan de ser un dogma autoritario.
Wokismo, ¿bandera de justicia o imposición ideológica?
Para sus defensores, el wokismo representa un esfuerzo por corregir desigualdades históricas. La teoría interseccional, desarrollada por académicas como Kimberlé Crenshaw, sostiene que opresiones como el racismo, el sexismo y el clasismo no actúan de forma aislada, sino que se entrelazan, afectando de manera única a grupos marginados. Figuras como Angela Davis y Bell Hooks han amplificado este enfoque, vinculándolo a movimientos como Black Lives Matter, que emergió tras el asesinato de Trayvon Martin en 2012 y se consolidó como un grito global contra la brutalidad policial.
No obstante, críticos argumentan que el wokismo ha mutado en un mecanismo de censura. Denuncian que, bajo el pretexto de proteger a minorías, se promueve la «cancelación» de voces disidentes mediante campañas de desprestigio en redes sociales. Jean-François Braunstein, filósofo francés, lo describe como una «religión woke» que prioriza la identidad grupal sobre el pensamiento crítico y que, en su visión, amenaza la libertad académica al rechazar la objetividad científica.
El wokismo en la mira de la derecha libertaria
En los últimos años, el término ha sido adoptado por sectores conservadores y libertarios como un arma retórica. Javier Milei, presidente argentino, lo ejemplifica: en su discurso en el Foro Económico de Davos de 2025, calificó al wokismo de «virus mental» y «cáncer» que justifica la expansión estatal. Según Milei, agendas como el feminismo, el ecologismo o los derechos trans son «cabezas de una misma criatura» destinada a socavar la libertad individual.
Sus declaraciones más polémicas incluyen equiparar la ideología de género con «abuso infantil» y tildar a sus promotores de «pedófilos». Esta retórica no es exclusiva de Argentina. Figuras como Donald Trump y Elon Musk han convertido el «antiwokismo» en un eje de su estrategia política.
Trump, en la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), alertó sobre los «peligros de la cultura woke», mientras Musk ha utilizado su plataforma X para ridiculizar políticas de diversidad en empresas. Para estos líderes, el wokismo encarna una élite progresista que busca reemplazar valores tradicionales con una moralidad «imposta».
¿Adaptación local o importación de debates?
En América Latina, el concepto llega con matices. A diferencia de Estados Unidos, donde el wokismo tiene raíces en movimientos sociales locales, en países como Argentina se percibe como una importación cultural. Un ejemplo es la oposición a la educación sexual integral o a leyes de identidad de género, aprobadas democráticamente en 2012 con amplio consenso político.
Este fenómeno refleja una paradoja: mientras el wokismo global aboga por desmantelar estructuras de poder, en contextos periféricos su crítica suele instrumentalizarse para resistir avances en derechos humanos.
Ambientalismo, género y más: ¿Dónde trazar el límite?
Uno de los frentes más controvertidos es el ambientalismo. Milei lo ha acusado de «fanatismo» que demoniza el desarrollo económico y sataniza a la humanidad como «un cáncer para el planeta». Esta postura ignora, según científicos, la urgencia de enfrentar el cambio climático, pero resuena en sectores que ven el ecologismo como un lujo de países ricos.
En cuanto a género, el wokismo choca con visiones biologicistas. Judith Butler, filósofa feminista, sostiene que el género es una construcción social performativa, no un destino anatómico. Sus teorías han inspirado leyes de identidad de género en múltiples países. No obstante, críticos como Braunstein las tachan de «negación de la realidad biológica», aunque sin presentar evidencia concluyente que invalide la autodeterminación de las personas trans.
¿Hacia dónde va la batalla cultural?
El conflicto en torno al wokismo trasciende lo ideológico: es una pugna por el control del relato público. Quienes lo defienden insisten en que, sin presión social, las minorías seguirían invisibilizadas. Sus detractores ven en él un totalitarismo encubierto que sacrifica la libertad de expresión en el altar de lo «políticamente correcto».
Lo cierto es que el término ya no puede reducirse a un diccionario. Encarna tensiones profundas en sociedades cada vez más fragmentadas: entre tradición y progreso, entre identidad y universalismo, entre el individuo y el colectivo. En un mundo hiperconectado, donde las redes sociales amplifican tanto reclamos justos como discursos de odio, el desafío está en encontrar un equilibrio que permita avanzar hacia la equidad sin caer en el autoritarismo.
Mientras figuras como Milei y Trump convierten el antiwokismo en bandera, movimientos sociales siguen luchando por hacer oír a los históricamente silenciados. La pregunta no es si el wokismo desaparecerá, sino cómo evolucionará en un escenario donde la polarización parece ser la única constante.