BlackRock no aparece en marquesinas ni vende productos al consumidor, pero su sombra recorre cada rincón de las finanzas globales. Con más de 12 billones de dólares bajo gestión —cifra que rivaliza con el PIB de varias potencias juntas—, la firma fundada por Larry Fink pasó de ser una empresa obsesionada con medir riesgos a convertirse en árbitro silencioso de mercados, gobiernos y corporaciones.

Su peso en la economía mundial es tal que su nombre provoca fascinación y temor a partes iguales: demasiado grande para caer, demasiado influyente para ser ignorada. Entre la admiración por su maquinaria tecnológica y la sospecha de conflictos éticos y políticos, BlackRock se ha convertido en el engranaje invisible que define el capitalismo del siglo XXI.

De un fracaso a la arquitectura del riesgo

El mito de origen de BlackRock nace de una herida. En 1986, Larry Fink perdió 100 millones de dólares en una operación de bonos hipotecarios y convirtió ese fracaso en obsesión por medir, modelar y contener riesgos. Esa convicción cristalizó el 1 de enero de 1988, cuando fundó BlackRock con siete socios y un embrión tecnológico que sería decisivo: Aladdin, un sistema operativo para inversiones que hoy procesa carteras de medio planeta.

El salto que cambió la jerarquía de BlackRock

La operación que marcó un antes y un después llegó en 2009. BlackRock compró Barclays Global Investors por 15.200 millones de dólares y se quedó con iShares, la marca líder de ETFs. Justo cuando el mundo abrazaba la inversión pasiva, la gestora se posicionó como la estructura dominante. Desde entonces, su músculo no dejó de crecer: 11,6 billones bajo gestión al cierre de 2024 y 12,5 billones en el segundo trimestre de este año. Magnitudes que ya no se comparan con empresas, sino con países.

El voto que no se ve, pero define

BlackRock suele figurar entre los tres principales accionistas de la mayoría de las compañías del S&P 500, con participaciones que rondan entre el 5% y el 8%. Lo decisivo no es solo la cifra: es el voto delegado, un poder silencioso que pesa más de lo que suena en juntas corporativas donde se discuten fusiones, políticas climáticas o estrategias de negocio.

A esa influencia se suman las célebres cartas anuales de Fink. Desde 2012, sus mensajes han marcado agenda: lo que aparece en esas páginas suele traducirse en giros de rumbo empresarial en los siguientes 12 a 18 meses.

BlackRock, demasiado grande para caer… o para moverse

La dimensión de BlackRock es un activo y un riesgo. Maneja dinero de terceros, opera bajo múltiples supervisores y enfrenta límites de concentración. Sin embargo, los reguladores siguen con recelo su capacidad de contagio: un tropiezo significativo podría desestabilizar mercados globales en cadena.

Además, la dualidad de su modelo despierta sospechas: la misma entidad que asesora a gobiernos y bancos centrales compite por retornos en los mismos mercados. El equilibrio descansa en la confianza de que existen “murallas chinas” que separan sus operaciones. Una fe que muchos no comparten.

La narrativa de ingresos de BlackRock va mucho más allá de las comisiones tradicionales. Aladdin factura unos 1.600 millones anuales y crece a doble dígito. En mercados privados, aunque apenas representan el 3% de los activos, generan el 15% de las comisiones base, con el ambicioso plan de captar 400.000 millones brutos hasta 2030.

Incluso el universo digital entra en juego: 1% de sus activos y de sus comisiones ya proviene de ETFs vinculados a criptomonedas como Bitcoin.

Los números de 2025 hablan solos: ingresos por 5.420 millones, margen operativo del 43,3%, beneficio por acción de 12,05 y 433 millones en ganancias de inversión. Entradas netas por 67.740 millones, aunque por debajo del consenso, con salidas institucionales de más de 41.000 millones compensadas parcialmente por clientes minoristas.

La batalla del relato

El poder de BlackRock no solo genera admiración, también despierta un coro de cuestionamientos. Reguladores internacionales advierten del riesgo sistémico que supone su tamaño: una caída significativa podría desestabilizar mercados globales en cadena. A ello se suman acusaciones de conflictos de interés, ya que la misma firma que asesora a gobiernos y organismos también actúa como inversor privado en esos mismos mercados, abriendo dudas sobre la existencia de verdaderos muros éticos.

En el terreno ambiental, organizaciones han denunciado greenwashing: fondos promocionados como “sostenibles” que, según demandas y análisis independientes, mantienen importantes exposiciones a petroleras y activos fósiles. Esta contradicción ha alimentado batallas legales y erosionado parte de su credibilidad en materia climática.

El escrutinio político también ha crecido. Varios estados de EE. UU. han roto o limitado relaciones con la gestora, acusándola de impulsar agendas “politizadas”, mientras que más de 500 organizaciones pidieron a organismos de la ONU cortar lazos por sus inversiones en contratistas de defensa implicados en violaciones de derechos humanos.

Incluso sus movimientos estratégicos han generado alarma geopolítica: el intento de adquirir terminales junto al Canal de Panamá por 22,8 mil millones de dólares encendió debates sobre soberanía y control de infraestructuras críticas, en un contexto de creciente rivalidad entre Estados Unidos y China.

Poder, proceso y preguntas abiertas

BlackRock es, al mismo tiempo, arquitecto y operador. Administra índices, diseña sistemas tecnológicos, influye en juntas corporativas y asesora a Estados. Su desafío ya no es crecer: es demostrar que esa escala puede gobernarse sin que la excepción se convierta en norma.

Si lo logra, su huella será mucho más que financiera: quedará inscrita como un componente constitucional del capitalismo del siglo XXI. Si no, la maquinaria que hoy parece imbatible podría convertirse en su propio talón de Aquiles.