En el periodismo, a travez de los medios,  como en cualquier otro campo del quehacer humano, cambia en ciclos. OPINA

Uno de esos ciclos es crucial para la ética del periodismo en lo que respecta a la cuestión de la imparcialidad de los medios y por ende del periodista. A medida que los periódicos se industrializaron en el siglo XIX y principios del XX, surgió un tipo de personas a las que llamamos magnates de los medios de comunicación. Estos utilizaban descaradamente los periódicos para promover sus intereses comerciales y políticos.

En la década de 1940, la reputación de los periódicos, el periodismo y los periodistas era  alarmantemente mala. Tanto que Henry Luce de la época, junto con la Encyclopaedia Britannia, financió lo que se llamó la Comisión Estadounidense de Libertad de Prensa.

El informe de la Comisión Estadounidense de Libertad de Prensa

El informe de 1947 tuvo un inmenso impacto en la práctica periodística. En su centro había una serie de propuestas clave, una de las cuales se refería al deber de los medios de proporcionar al público información confiable y actualizada. De ahí surgió el principio central del periodismo ético. El requisito de verificar los hechos, limitar las noticias a esos hechos, separar las noticias de la opinión y etiquetar claramente la opinión como es.

Este último representaba el famoso dicho de CP Scott, un personaje que editó y finalmente se convirtió en el propietario del Manchester Guardian (el actual Guardian). El conió la frase “El comentario es gratis, pero los hechos son sagrados”. “Ahora es necesario distinguir entre la imparcialidad de un periodista individual y la imparcialidad de la organización (portal web, periódico) para la que trabaja”.

Lejos de la propiedad dicta sobre las noticias, hacia la independencia editorial, ha engendrado una forma de información estéril y estrecha. Los hechos se han presentado cuidadosamente, pero depende de los lectores comprender por sí mismos qué significan estos hechos y cuáles podrían ser las consecuencias. En respuesta, un nuevo género de reportajes surgió en la década de 1980. Aunque todavía era basado en hechos, pero más analítico, explicativo y contextual. El objetivo era informar a los lectores, oyentes o espectadores de una forma redondeada que les permitiera comprender los hechos.

El quinto poder, sin supervisión

La línea divisoria entre reportaje y comentario se ha vuelto a trazar hasta el punto en que los prejuicios de los propios valores de los periodistas podrían interferir. Luego, en la primera década del siglo XXI, se produjo un maremoto que desestabilizó gravemente este orden establecido: las redes sociales.

En su lucha por la supervivencia, muchos medios de comunicación profesionales, especialmente los periódicos, han intentado mantenerse al día con el torrente constante de contenido de Internet. Esta mezcla de hechos, acciones a medias, empujar a la multitud, chismes, rumores. Además discursos de odio y meras tonterías comenzaron a infectar las noticias producidas profesionalmente.

Incluso los buenos periódicos tardaron más de diez años en recuperarse. Tardaron a darse cuenta de que su supervivencia no depende de la creación de redes sociales, sino de diferenciarlas redefiniendo los valores de verdad, justicia, equilibrio, apertura e integridad. Todo esto, en conjunto, conforma el concepto de imparcialidad. Pero el paisaje ha cambiado y no hay vuelta atrás. Los periodistas individuales ahora están integrados en las filas de expertos y persuasores que abundan en la red.

A petición de sus empleadores, escriben blogs, podcasts. “Interactúan”, como dice la jerga actual, con aquellos que publican comentarios en sus artículos en línea. A menudo se ven atraídos a convertirse en participantes de historias de formas que nunca antes habían sido posibles. Pueden desarrollar actitudes sobre cuestiones que, al final, solo pueden hacerles daño. Así que ahora, en la tercera década del siglo XXI, tenemos un campo minado para la negociación cuando se trata de distinguir la presentación de informes de la promoción.

Prisioneros de sus propias historias

La web es cada vez más un escenario en el que a los “leones del teclado” les gusta actuar, difundiendo el odio y dañando la decoración y la reputación de los demás. Los comentarios basados en la discriminación siguen constantemente, arrojando a la víctima al poste mediático, con graves consecuencias para el bienestar psicofísico de las víctimas. El derramamiento de ira y odio hacia los demás a través de la red crea una separación de la realidad de los que odian, dándoles la ilusión de impunidad, aliviando su peso en sus ojos.

¡Nada falso! Los que odian son, de hecho, responsables de una variedad de delitos: difamación severa, acoso, ciberacoso e incitación al odio en los medios. El discurso de odio o la incitación al odio es un modo de comunicación violento, de afiliación racial, étnica y religiosa, llevado a cabo por los que odian para practicar el proselitismo, incluso con fines políticos, y llevarlos a agruparse contra un “enemigo común”.

Hay un virus mucho más peligroso que el que causa miedo y prejuicio; un virus insidioso que ha penetrado en órganos sanos del cuerpo, un virus que ha dañado profundamente, debilitado, marcado este país con pústulas invisibles pero mortales, como en una película de terror, el virus nos ha transformado por dentro y por fuera. un virus del odio, que tiene una peligrosa manifestación en la discriminación. Involucra el corazón, tuerce los ojos, los marca con sangre roja, golpea el cerebro y conduce a una muerte significativa. Porque un hombre que odia e incita al odio es un hombre muerto por dentro, todo lo contrario de la vida.

El virus de la disinformación en los medios

Las manifestaciones de la propagación de este virus son diarias, llenan las noticias y medios, se registran de norte a sur. Los infectados tienen un nombre, un apellido, una persona, también tienen roles políticos e institucionales. Difunden este peligroso virus con palabras, consignas que se estudian en cuartos oscuros donde se destila el odio, palabras y consignas que resuenan en los medios y que los medios amplifican, transmiten, y en ocasiones acríticamente. Pronóstico reservado para los atacados por el virus del odio.

Necesitarán una vacuna y todos tendremos que encontrarla. Finalmente, es importante entender que las posibles soluciones que el Estado puede proponer para el problema del discurso de odio no son necesariamente – o no solo – de carácter criminal. El odio como fenómeno social no es algo que ocurre en el vacío, sino en el contexto de una sociedad y una historia con ciertas características, por lo que no es razonable pretender que simplemente pasando una serie de prohibiciones corregirá el fenómeno, ni tampoco su censura evitar otras consecuencias.

Así, la educación en derechos humanos y la educación para el respeto a la diversidad, la existencia de procesos y espacios de justicia y reconciliación, junto con la creación de sistemas que permitan la vigilancia y la respuesta necesaria a las minorías vulnerables son una solución clave para nuestro país.